Zárate le echó nafta al fuego

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Es comprensible el desahogo de alguien que fue duramente hostigado. Pero los gestos sobreactuados en nada ayudan a pacificar.

Es comprensible, fácilmente comprensible, que alguien que sobre quien ha caído tanta presión como la que recibió Mauro Zárate desde que Vélez eliminó a Lanús de la Copa Superliga y quedó en el camino de Boca, haya querido liberar su desahogo. Historia conocida: Zárate se fue del club donde lo habían ido a recibir a Ezeiza como un hijo pródigo y del que dijo que sería el último de su carrera. Volvía a Liniers, y en toda la semana dejamos expuesta la opinión de que era absurda hasta la idea de que Zárate no jugara el partido, o que su presencia fuera tomada por provocación, y pedimos un partido en paz, sin reacciones frente a las seguras reprobaciones e insultos que recibiría. También se elogiaron algunas declaraciones de referentes de Vélez, como Chilavert, Gámez, Pablo Cavallero y el presidente Rapisarda, bajándole el tono a la situación.

Hasta aseguran que en su familia, todos fortineros, hay divisiones insólitas a partir de su decisión profesional de pasar a Boca. Es comprensible el desahogo, que podría ser mayor a partir de roces que tuvo con sus rivales anoche en la revancha, pero el mayor de todos lo provocó él mismo, pateándole la pelota en las manos a Leandro Fernández.

Nunca avalaremos ofensas ni violencia al amparo de la pasión futbolera.

Visto que no le dejó una buena experiencia haber proferido frases tribuneras que el devenir de su trabajo le hicieron incumplir, el desahogo no tenía por qué incluir gestos sobreactuados. Cuando convirtió su penal, cuando hacía ostensibles gestos de mala suerte ante los lances rivales, y cuando cerró un reportaje en la cancha enrostrándole al equipo que se supone que tanto amó, su condición de “chico”.

La desmesura del hincha no va a ser acompañada ni justificada cuando se vuelva violencia. Bueno sería que Zárate, un hombre grande ya, colaborara un poco con este objetivo.